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viernes, 12 de noviembre de 2010

Ese domingo había amanecido con treinta y nueve de fiebre, y la garganta completamente rota, así que me dio por plantearte situaciones trágicas mientras desayunábamos. Te pregunté si seguirías queriéndome si tuviera una enfermedad terminal, si me faltara alguna extremidad o si un accidente de tráfico me desfigurara totalmente la cara. Tu respuesta era siempre la misma… me decías ‘'claro, ¿eres tonta o qué?’', y hacías remolinos en el café con la cucharilla, mientras mirabas como llovía fuera. Pero yo no me daba por satisfecha y volvía a las andadas… ‘'¿y sí un día, por cualquier cosa, se me acaban los besos?'’.

Entonces hundiste el dedo en el bote del azúcar, me manchaste la comisura de los labios y me besaste tiérnamente hasta que no quedó ni un granito. ‘'Mira, boba… tengo toda la certeza de que los míos son infinitos, así que te prestaría los que quisieras. Y ahora acábate la leche, tómate la medicina y a la cama… que si no, no te leo El Principito, ¿eh?'’. Comenzó a nevar. Como estaba enferma no me dejaste salir a jugar, pero hiciste una bola de nieve gigantesca y me la llevaste a la cama para que la tirara contra la pared de la habitación.

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